EN EL CENTENARIO NATAL DE JUAN RULFO: HOMENAJE DE LA
FILEY EN YUCATÁN - Elena Poniatowska
Para sacar provecho a Rulfo hay que escarbar mucho, como
para buscar la raíz del chinchayote. Rulfo no crece hacia arriba sino hacia
adentro. Más que hablar rumia su incesante monólogo en voz baja, masticando
bien las palabras para impedir que salgan. Sin embargo, a veces salen. Y,
entonces, Rulfo revive entre nosotros el procedimiento de ponerse a decir
ingenuamente atrocidades, como un niño que repitiera las historias de una nodriza
malvada. Todo empieza con la canción de la pitaya a la que Rulfo le tiene muy
buena voluntad y le chispea en los ojos, verde, como la milpita tierna que a
veces despunta allá, en la barranca de Apulco donde se crió:
“En
la cárcel de Celaya
estuve
preso y sin delito
por
una infeliz pitaya
que
picó mi pajarito;
mentira
no le hice nada,
ya
tenía su agujerito.”
Allí ’onde raya Rulfo, ¿quién raya? Naiden. Y, ¿después
de naiden? Más naiden. Porque así como lo ven, todo engarruñado y escuálido, la
mirada huidiza y desconfiada, Rulfo ha escrito dos libros: El llano en llamas y
Pedro Páramo. Esas 325 páginas rayaron de una vez por todas las literaturas
mexicanas.
“Hermosa
flor de pitaya
blanca
flor de garambullo.”
–Juan,
¿por qué cantas eso?
–Por
infeliz.
–Infeliz
la pitaya, ¿no, Juan?
–También
yo.
–Infeliz
Pedro Páramo, ¿no, Juan?
–Ese
sí fue un desgraciado.
Por algo Pedro Páramo se llamaba Los murmullos, porque
eso es lo que se oye en toda la novela, un rumor de ánimas en pena que vagan
por las calles del pueblo abandonado. Rulfo se parece a esos hombres temerarios
que aceptan la cita del fantasma y se ponen a hablar con él a medianoche:
"En nombre de Dios te digo, si eres de este mundo o del otro", y que
luego amanecen medio atarantados, todavía con el temblor del miedo
sacudiéndoles el cuerpo y sin ganas de conversar ya con los vivos. El propio
Rulfo tiene mucho de ánima en pena, y sólo habla a sus horas, en esas horas de
escritor serio y callado, tan distinto de todos aquellos que no dejan escapar
la menor oportunidad de ser inteligentes. A Rulfo no le gusta hablar de sí
mismo, porque se ha dado por entero a las voces de su pueblo, a los murmullos
de Comala que todos los días se abren paso en él, trabajosa y torpemente,
porque Rulfo apenas les ayuda a expresarse, los tira a media calle a ver si
logran atravesarla, los avienta en un petate y los ataranta de calor hasta que
dan la última bocanada. Todas las tierras de Rulfo parecen zonas de desastre
abatidas por la sequía. Los personajes titubean, buscan poco a poco su lenguaje
de labriego, sus duras palabras de piedra y de lodo, traduciendo otra vez el
alma humana, repitiendo sus giros, insistiendo en la idea fija: malos y buenos
en la inocencia de su índole a medias cortesana y salvaje.
Rulfo siempre tiene un aire de poseído, y a veces se
percibe en él esa modorra de los médiums: anda a diario como sonámbulo cumpliendo
de mala gana los menesteres vulgares de la vida despierta. Con el oído atento,
deja pasar todos los ruidos del mundo, en espera del mensaje preciso, de la
palabra que otra vez ha de ponerlo a escribir, como un telegrafista en espera
de su clave. En sus cuentos han hablado muchas almas individuales, pero en
Pedro Páramo puso a hablar a todo un pueblo, las voces se revuelven una con
otra y no se sabe quién es quién. Mas no importa. Las almas comunicantes han
formado una sola: vivos o muertos, los personajes de Rulfo entran y salen por
nuestra propia alma como Pedro por su casa.
–¿Y
Efrén Hernández, Juan?
–Ese,
lo sabes bien, ya murió.
–¿Y
Cleofas?
–También.
–¿Y
Agustín Yáñez?
–Murió.
¿Por qué me lo preguntas si ya lo sabes?
–Pero
tú estás vivo y tú eres un gran escritor.
–Pues
yo siento que soy un pobre diablo, así es el sentimiento que tengo; soy todo
deprimido y marginado.
Foto
Juan
Rulfo nació en Sayula, Jalisco, el 16 de mayo de 1917, y falleció en la Ciudad
de México el 7 de enero de 1986Foto Luis Humberto González
–Eres
más ocurrente que eso, Juan.
–Eso
sí, tengo mis ocurrencias. Pero lo que no me gusta es la gente, hablar en
público, no me siento bien, nada bien. Me entra el pánico, me deprimo mucho,
por eso te digo que soy deprimido, me entra la depresión baja y siempre tengo
la presión baja, entonces me entra una depresión más baja que la depresión.
En 1970, cuando le dieron el Premio Nacional de
Literatura, produjo con su voz cascada un discurso totalmente rulfiano:
"No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era una pura nada. No
algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este
instante; quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones jamás elaboré un
espíritu de confianza; jamás creí en el respeto propio".
"Allá en Comala he intentado sembrar uvas; no se
dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí
se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces."
Para eso de las entrevistas, Rulfo es como los arrayanes
y los naranjos que se dan en Comala. Cuando le hice la primera pregunta, en
enero de 1954, me quedé media hora esperando la respuesta. Me miraba
lastimosamente como miran esos perros a quienes se les saca una espina de la
pata. Y al fin comencé a oír la voz de los que cultivan un pedazo de tierra
seco y ardiente como comal, áspero y duro como pellejo de cava.
Eso fue hace 63 años. Rulfo era gordito y a él –el árbol
escueto de El llano en llamas– le gustaban mucho los sabinos del Paseo de la
Reforma. Después se hizo famoso y eso ya no le gustó tanto, porque la fama
ataranta. Pero en esos años, cuando caminaba por las calles de Tíber, de Duero,
Ganges, Nazas y Guadalquivir (el Fondo de Cultura Económica estaba en la calle
de Pánuco) no se le veía por ningún lado la tristeza. Luego se hizo el escritor
más triste de todo el continente latinoamericano, de la Patagonia a Alaska, y
nosotros, años después, hemos seguido arropándolo para poder conservar esa gran
tristeza que hace de él un ánima en pena, la de Pedro Páramo, cayéndose como
montón de piedras sin Susana San Juan, la de las mujeres enlutadas de Anacleto
Morones, la de la niña Tacha que pierde la vaca en "Es que somos muy
pobres", la de nuestro presente ahora mucho peor que antes, la del
migrante fracasado en su "Paso del norte".
Como Pedro Páramo, Rulfo camina entre la sequía y es
hombre de pocas palabras, árido, hosco, desalentado. Porque a Rulfo todo parece
desalentarlo, la vida, los honores, el trato con los demás y sobre todo las
entrevistas. Yo creo que desde siempre se siente extraño, no sólo en la capital
sino en el mundo. Y es que salió de una barranca muy honda, la de Apulco, y de
allí también, con mucho trabajo, fue sacando los recuerdos y desde entonces, al
hilvanarlos en dos libros prodigiosos, algo se le desacomodó por dentro, quizás
el alma.
"Yo vivo muy encerrado siempre, muy encerrado. Voy
de aquí a mi oficina y párale de contar. Yo me la vivo angustiado. Yo soy un
hombre muy solo, solo entre los demás. Con la única que platico es con la
soledad. Vivo en la soledad. Ya sé que todos los hombres están solos, pero yo
más. Me sentí más solo que nadie cuando llegué a la Ciudad de México y nadie
hablaba conmigo, y desde entonces la soledad no me ha abandonado. Mi abuela no
hablaba con nadie, esa costumbre de hablar es del Distrito Federal, no del
campo. En mi casa no hablamos, nadie habla con nadie, ni yo con Clara ni ella
conmigo, ni mis hijos tampoco, nadie habla, eso no se usa; además, yo ni quiero
comunicarme, lo que quiero es explicarme lo que sucede y todos los días dialogo
conmigo mismo mientras cruzo las calles para ir a pie al Instituto Nacional
Indigenista, voy dialogando conmigo mismo para desahogarme; hablo solo. No me
gusta hablar con nadie."
–Como
le haces al cuento, Juan.
–Hace
mucho que no los hago.