Cuento de José Rafael Pocaterra, (Valencia, 1888 -
Montreal, 1955) Novelista, ensayista y poeta venezolano, considerado uno de los
maestros del cuento venezolano del siglo XX.
PRIMERA PARTE
Era un niño alegre, feliz, una flor que creció sobre el
asfalto. Corría alegre calle abajo, calle arriba con su fuerza y su energía de
nueve años. Vestía con una chaqueta de bolsillos profundos que se encontró por
ahí, y cargaba un bolsito pequeño donde metía sus más preciados objetos:
trompos, cordeles, chapitas, un carrito de plástico; tonterías que cuando las
ponía a jugar con su imaginación lo alejaban de las noches frías y de los días
de lluvia, y de hambre y de la soledad de las calles de la gran capital, de la
Caracas que nunca se acaba.
Hasta cerca de medianoche estuvo dando vueltas por la
ciudad, vendiendo sus boletos en las grandes avenidas, frente a las puertas de
los hoteles más lujosos y de los cines de moda y en el bulevar de Sabana
Grande, gritando todo el tiempo, chillón, desvergonzado, alegre:
- Aquí lo cargooo… ¡El boleto que nunca falla ni
fallando, el boleto ganador, el archipetaquiremandefuá…!
El día fue bueno, pues logró vender todos los boletos, y
ahora Panchito se comía feliz una arepa con lo que le tocaba de las ventas. Allí
estaba, dándose el gusto, apartado de aquellos que no precisamente andaban
pendientes de comer, sino más bien de meterse en los bares y ponerse incluso
groseros y peleones. Pero él estaba tranquilo, mientras comía su arepa de carne
mechada y le echaba una mirada al periódico del día. Porque sí, Panchito había
ido alguna vez a la escuela y había aprendido a leer. Después, cuando su mamá
lo sacó a la calle a pedir, él tuvo que dejar de estudiar. Eso sí, como pedir
limosna no le gustaba, se dio a la tarea de buscar trabajo.
Panchito quiso vender periódicos, pero no le resultó. Los
encargados le quitaron la venta porque le ponía la famosa frase
<<mandefuá>> a las más graves noticias de la guerra, a los
accidentes de tránsito y a las denuncias de corrupción política:
- Mira, hijito - le dijeron - mejor es que no saques el
periódico. Tú eres muy <<mandefuá>>, y eso es demasiado para
nosotros.
Porque así es. Panchito tenía apellido, y éste era
Mandefuá, apellido original y hermoso que le gustaba más que el verdadero (que
nunca usaba) porque era obra de él mismo. Llevaba aquel Mandefuá con tanto
orgullo como cualquier príncipe su nombre, apellidos y títulos de nobleza, y
así andaba diciéndole a todos que él era, nada más y nada menos que Panchito
Mandefuá. Pero Panchito era menos ambicioso que un príncipe, y se conformaba
con su arepa y su trabajo de vendedor de boletos de lotería.
- Éste sí es el ganador, un boleto bien mandefuá - decía.
Ah, pero también tenía sus gustos. Entre sus placeres más
refinados estaba ir a la una de la tarde, siempre por la sombra de los
edificios, a situarse perfectamente bajo la oreja de un señor gordo, lento y
pacífico. Era uno de esos empleados de ministerio que se sentaba en un banquito
de la plaza después del almuerzo, a ver pasar el mundo con toda su paciencia.
- ¡Éste es el boleto ganador, un boleto bien mandefuá! -
gritaba con todas sus ganas.
- ¡Muchacho, que siempre me gritas al oído!
Y Panchito, echando a correr, le volvía a gritar:
- ¡Éste es el boleto premiado, me lo debería comprar,
maestro!
También le gustaba ir al cine, pero hacía tiempo que no
lo dejaban entrar aunque tuviera la plata, porque ahí mismo le adivinaban que
era un niño de la calle y le ponían mala cara. ¡Qué mala suerte la de Panchito
Mandefuá! que, sin embargo, feliz de la vida, les gritaba al alejarse:
- ¡Pues tampoco quería verla!
¡Porque para que a mí me guste una película debe ser muy
crema, muy archipetaquiremandefuá!
Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número
premiado como si lo estuviese viendo por adelantado, y de pronto se detuvo ante
una rueda niños. Venía distraído contemplando una vidriera donde se exhibían
aeroplanos, barcos, una caja de soldados, un automóvil y una bicicleta… Y de
paso estuvo un rato contemplando la vidriera de un café llamado La India, a
través de la cual se exhibían pirámides de bombones, pastelitos y unos dulces
brillantes como estrellas.
Pero volvamos al momento. En medio de aquella rueda de
muchachos alborotados, vio a una muchachita sucia que lloraba mientras
contemplaba regada en la acera una bandeja de dulces. Como moscas, cinco o seis
granujas se habían lanzado sobre los ponqués y los fragmentos de quesillo
llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, pues temía un castigo.
Panchito estaba de buen humor: había vendido muchos
boletos. Con ese dinero había podido comer, y hasta comprar dulces. Y con el
dinero que le quedaba había planeado ir al circo, puesto que allí sí lo dejaban
entrar, y hasta comería hallacas y pan de jamón. Con ese dinero iba a pasar una
Nochebuena excelente.
Así que con su buen humor a cuestas, Panchito se acercó a
la pobre muchacha, que lloraba, mientras los granujas seguían comiendo sus
dulces y chupándose los dedos…
Llegó un agente de la policía y todos corrieron, menos
ellos dos.
-¿Qué fue, qué pasó? ¿Cuál es el desorden?
La niña respondió toda desconsolada:
- Que yo llevada esta bandeja para la casa donde sirvo,
que hay cena allá esta noche, y me tropecé y se me cayó y me pueden echar…
Algunos transeúntes detenidos se encogieron de hombros y
continuaron.
- Bueno, bueno, sigan su camino, pues - les ordenó el
policía.
Panchito se fue detrás de la llorosa.
- Oye, ¿Cómo te llamas tú?
La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto.
-¿Yo?, Margarita.
-¿Y ese dulce era de tu mamá?
-Yo no tengo mamá.
-¿Y papá?
- Tampoco.
-¿Con quién vives tú?
-Vivía con una tía que me consiguió el trabajo en la casa
en que estoy.
-¿Y trabajas? ¿Te pagan?
-¿Me pagan qué?
Panchito sonrió con ironía, con superioridad.
Continuará... y sabrás como Panchito Mandefua cenó con el Niño Jesús.