En
este cuento “Manzanita”, se manifiesta un conflicto el cual se ilustró en una
frutería, allí sólo existía la Manzanita criolla, entonces el frutero decidió
vender Manzanas del Norte, a la llegada de éstas, la Manzanita se sintió disminuida,
se puso a llorar viendo que las otras manzanas eran grandes, brillantes,
olorosas y muy rojas; y venían envueltas en papel de seda y finas cajas; la
gente empezó a comprar sólo las Manzanas Norteñas las pedían desde uno y hasta
más kilos.
Ella
al ver eso se sintió desalentada, abochornada porque a ella la cargaban en
burro y las echaban en un rincón en el suelo. Sus vecinas frutas la veían y no
comentaban nada, hablaban otros temas; al acabarse las manzanas norteñas el frutero
pedía más cajas esto terminó de deprimir a
Manzanita, no empezó a conversar con las demás frutas, al hablar con el
Coco, éste se sintió ofendido pero luego comprendió a la Manzanita, sin embargo
la Lechosa fue muy comprensiva con ella, desde el primer momento e igual que el
Aguacate; en este momento muchas frutas empezaron a discutir pero entre
discusión y discusión todos estuvieron al lado de la Manzanita, excepto el
Tomate y los Cambures Manzanos, ya que se consideraban familiares de las
Manzanas Norteñas.
La observación
no puede apartarse de un análisis sociológico, pues Garmendia nos da una
reflexión reconociendo la condición humana y la muerte como parte de la vida. Pasa
por sentimientos como la ironía, realismo, humor, ternura entre otras.
En
el escrito existe una búsqueda de la identidad venezolana, entrelazando
realismo fantástico esos rasgos ilusorios recreando una realidad matizada,
valorando los elementos nacionales socioculturales que conforman patrimonio de
las tierras venezolanas en este caso la naturaleza, sus frutos, resaltando sus
aromas, textura, entre otras características.
Sin
apartarse, del contexto vivido por el escritor para ese momento, pues llega de estar
mucho tiempo fuera de Venezuela, eso significó redescubrir y valorar su tierra,
lo autóctono, tradiciones, costumbres en una palabra su cultura. Esa búsqueda
de la identidad, sus raíces en un momento que se realiza la globalización en el
mundo, experimentando el imperialismo motivado por intereses comerciales, y
Venezuela en ese momento buscaba definirse política y culturalmente.
Por
otro lado incita a la reflexión sobre la igualdad, pues por encima de las
clases sociales, la raza que pertenezcas, credos, profesión u oficio que
profeses, anteponer la valoración vana, estirada, dejando a un lado la
desestimación del primer mundo, preciando
su lugar de origen cualquiera que este sea, aprendiendo a reconocer
y valorar nuestro patrimonio socio-cultural, como legado de nuestros
antepasados y, en consecuencia, ícono de identidad nacional.
Julio
Garmendia en mi opinión, proporciona el arte literario, sostenido en la
cosmovisión que por medio de los actos
comunicativos, aborda los hechos sociales, manifestando una extraordinaria
didáctica, dando explicaciones a los fenómenos que se suscitan en la realidad,
que involucran a seres humanos, socialmente organizados, evidenciadas por medio
de elementos fantásticos, que sobre la realidad
palpable, difícil de ser evadida, muestra al lector como una visión crítica,
humorística y en ocasiones, satírica de las vivencias de un colectivo en
particular.
MANZANITA
Cuando llegaron las grandes, olorosas
y sonrosadas manzanas del Norte, la Manzanita criolla se sintió perdida.
—¿Qué voy a hacer yo ahora –se
lamentaba–, ahora que han llegado esas manzanas extranjeras tan bonitas y
perfumadas? ¿Quién va a quererme a mí? ¿Quién va a querer llevarme, ni
sembrarme, ni cuidarme, ni comerme ni siquiera en dulce?
La Manzanita se sintió perdida, y se puso a
cavilar en un rincón. La gente entraba y salía de la frutería. Manzanita les
oía decir:
—¡Qué preciosidad de manzanas! Déme
una.
—Déme dos.
—Déme tres.
Una viejecita miraba con codicia a las
brillantes y coloreadas norteñas; suspiró y dijo:
—Medio kilo de manzanitas criollas,
marchante; ¡que no sean demasiado agrias, ni demasiado duras, ni demasiado
fruncidas!
La Manzanita se sintió avergonzada, y
empezó a ponerse coloradita por un lado, cosa que rara vez le sucedía.
Y las manzanas del Norte iban saliendo
de sus cajas, donde estaban rodeadas de fina paja, recostadas sobre aserrín,
coquetonamente envueltas en el más suave papel de seda. Habían sido traídas en
avión desde muy lejos, y todavía parecían un poco aturdidas del viaje, lo que
las hacía aún más apetitosas y encantadoras.
—A mí me traen en sacos, en burro, y
después me echan en un rincón en el suelo pelado… –cavilaba Manzanita, con
lágrimas en los ojos, rumiando su amargura.
Estaba cada vez más preocupada. Aunque
a nadie había dicho palabra de sus tribulaciones, las otras frutas, sus
vecinas, veían claramente lo que le pasaba; pero tampoco decían nada, por
discreción. Hablaban del calor que hacía; de la lluvia y el sol; de los
pájaros, los insectos y la tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las
gentes que entraban o salían de la frutería, en tanto que la pobre Manzanita se
mordía los labios y se tragaba sus lágrimas en silencio.
Ya las norteñas se acababan, se
agotaban; ya el frutero traía nuevas cajas repletas, con mil remilgos y
cuidados, como si fueran tesoros que se echaba sobre los hombros. La Manzanita
no pudo aguantarse más.
—Señor Coco… –llamó en voz baja,
dirigiéndose a uno de sus más próximos vecinos, un señor Coco de la Costa, que
estaba allí envuelto en su verde corteza.
—Usted que es tan duro, señor Coco
–repitió Manzanita con voz entrecortada y llorosa–; que a nada le teme; que se
cae desde lo alto de los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar, son
las piedras las que lloran si usted les cae encima…
Esto ofendió un tanto al buen señor
Coco, el cual creyó necesario hacer una aclaratoria, poniendo las cosas en su
puesto.
—Es cierto que soy duro –explicó–,
pero eso no quiere decir que no tenga corazón. Es mi exterior, que es así. Por
dentro soy blando, tierno y suave como una capita de algodón.
—Es lo que yo digo, señor don Coco –se
apresuró a conceder la Manzanita–. Yo sé que su agua es saladita como las
lágrimas, y que eso viene de su gran corazón que usted tiene.
—Así es –asintió el buen Coco, satisfecho–.
¿Y qué quería usted decirme, amiga Manzanita? ¡Estoy para servirle!
—Ya usted se habrá fijado –dijo la
Manzanita, conteniendo a duras penas sus sollozos– en lo que está pasando aquí
en la frutería. Esas del Norte, ¡esas intrusas! ocupan la atención de todo el
mundo, y todos las encuentran muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!…
–y la pobre Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.
El Coco no hallaba qué hacer ni qué
decirle a Manzanita. Viendo esto otra vecina, se acercó pausadamente para
tratar de consolarla.
—¡Ay, señora Lechosa! –gimió Manzanita
echándole los brazos al cuello–. ¡Qué desgracia la mía!
—Cálmate, Manzanita, cálmate –le decía
maternalmente la Lechosa (que era una señora Lechosa bastante madura y
corpulenta).
Volviéndose hacia otro de los vecinos,
con los ojos húmedos –tan blanda así era–, preguntó la Lechosa:
—¿Qué me dice usted de esto, señor
Aguacate? ¿No comparte el dolor de Manzanita? ¡Usted, que parece una lágrima
verde a punto de caer!
—¡Ay, cómo no, señora Lechosa! –se
apresuró a decir el Aguacate, rodando ladeado hasta los pies de Manzanita–. Mi
piel puede ser dura y seca, pero por dentro me derrito como mantequilla.
En esto se desprendió un Cambur de uno
de los racimos que colgaban del techo, y fue a caerle encima a la Guanábana.
Pero la Guanábana no se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse cuenta de
lo sucedido; es tan buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen
por fuera, son tiernas a tal punto que un bebé puede aplastarlas con la yema de
su dedito. Pero la Naranja también había acudido a consolar a Manzanita, y se
puso amarilla de rabia –amarilla como un limón.
—Esos Cambures… –dijo desdeñosamente–.
Siempre cayéndole a una encima.
—¿Qué se habrá creído la Naranja?
–refunfuñó el Cambur–. Nada más que porque es redonda y amarilla, ya se cree el
Sol.
La Naranja se puso aún más encendida,
como fuego.
—Nosotros somos tan amarillos como
ustedes –le gritó un contrahecho Topocho pintón.
—Yo también soy amarillita –murmuró la
Pomarrosa dentro de una cesta.
—Sí, sí, amarilla –rieron los
Nísperos–, pero hueles demasiado, te echaste encima todo el perfume.
—No les hagas caso, Pomarrosa –le dijo
al oído la Parcha–. Ésos parecen papas; están envidiosos de tu color, y porque
no huelen tanto como tú.
La Parcha Granadina, la señora Badea,
había llorado también, y tenía la redonda cara más lisa y lustrosa que de
costumbre.
—Oiga, señora Parcha –le dijeron unos
Mamones–, ¿por qué no le pide prestada su pelusilla al Durazno, y se la unta en
la cara para que no se vea tan lustrosa?
—Pues a mí –dijo de repente, cuando
menos se esperaba, un grueso señor Mamey–, a mí no me importa lo que le pase a
Manzanita. Al fin y al cabo, esas son cosas de ella, un pleito de familia entre
Manzanas. No hay que ocuparse más de esa llorona. ¡Mocosa!
Estas palabras del Mamey causaron un
momentáneo desconcierto.
Mirándose las frutas unas a otras, con
aire perplejo. Fue el eminente señor Coco quien, reponiéndose el primero de la
sorpresa, tomó al fin la palabra.
—No, amigo Mamey –dijo sosegadamente
el Coco–; yo creo que sí tenemos que ayudarla. Oiga usted, amigo –añadió
bajando significativamente la voz y echando una rápida ojeada alrededor–, no
sabemos lo que puede suceder mañana; ¿qué sé yo?, ¿qué sabe usted? ¡Un día de
éstos pueden comenzar a llegar también Cocos del Norte, Lechosas del Norte,
Aguacates del Norte, Guanábanas del Norte, Mamones, Mangos, Tunas, Guayabas,
Nísperos, Parchas, Mameyes del Norte! Sí, señor, óigalo bien, señor Mamey:
¡Mameyes del Norte! ¿Y qué será entonces de nosotros? ¿De usted y de mí? ¿Y de
nosotros todos?… ¡Nos quedaremos chiquiticos, frunciditos, encogiditos y
apartaditos, como le pasa hoy a Manzanita!
El rechoncho Mamey no palideció por
esto; para sus adentros, se puso aún más amarillo, aunque siguió siendo marrón
por fuera. Las ideas expuestas por el Coco, a las claras denotaban su elevación
nada común.
En los cocales, en efecto, se mueve él
a grande altura sobre el nivel del suelo; por esto se supone –o supone él– que
ya desde muy lejos ve venir los acontecimientos, los peligros, y es por eso el
más llamado a hablar en nombre de las frutas tropicales. Pero esta elevada
posición del Coco, sin embargo, también suscita envidias y resentimientos… El
ventrudo Tomate, por ejemplo, se puso rojo como un… ¡tomate!
—Yo no les tengo miedo a los Tomates
del Norte –dijo, inflamado y brillante–. ¿Qué me dicen con eso? Ellos no pueden
ser más colorados que yo. Además, yo no puedo ponerme contra las Manzanas del
Norte, porque nosotros, los de la familia Tomate, tenemos un cierto parentesco
con ellas. Mi abuelita me contaba que en algunos países nos llaman a nosotros
“manzanas de oro”; de modo, pues, que…
—También yo –dijo uno de los Cambures,
cortándole la palabra al Tomate–, también yo tengo cierto grado de parentesco
con esas extranjeras, por el lado materno, como bien puede verse por mi segundo
apellido, pues, como saben, soy el Cambur Manzano.
Unos muchachos que venían de la
escuela entraron ruidosamente en la frutería y empezaron a comprar manzanas
–¡manzanas del Norte, por supuesto!–. Las acariciaban, las sopesaban, las
olían, hasta les daban algún beso o mordisco allí mismo, ante los mismos ojos de
Manzanita, como si dijéramos en sus propias barbas. La Manzanita, que se había
quedado distraída y pensativa oyendo lo que decían las frutas, como si todo se
hubiera arreglado con sólo palabras, volvió a gimotear perdidamente,
acordándose otra vez de sus pesares. Entonces se le acercó la Piña y se puso a
acariciarla y a mimarla. Pero cada vez que doña Piña le hacía un mimo en la
mejilla, Manzanita se escurría un poco hacia atrás, diciendo:
—¡Ay, señora Piña! ¡Ay! ¡Ay!
Pero la Piña no pensaba que esto
pudiera ser a causa de las escamas y las sierritas punzantes que la adornan por
todos lados, sino que era a causa de la pena que seguía afligiendo a Manzanita,
y que a cada instante se le hacía más viva y aguda; y continuaba acariciándola
y mimándola. Mientras más ayes lanzaba la pobre Manzanita, más y mejor la
acariciaba y la estrechaba entre sus brazos la buena señora Piña, haciéndola
gritar más todavía.
Hasta que unas dulces Parchitas se
apiadaron de ella y empezaron a decir, para distraer la atención de la Piña:
—Señora Piña… Señora Piña… Oiga lo que
dicen los Mangos.
—Pues, ¿qué dicen? –interrogó la Piña,
volviéndose.
—Que usted y que es agria…
Esto reavivó inesperadamente el dolor
de Manzanita.
—¡Agria la Piña! ¡Ay! –exclamó fuera
de sí–. Pues ¿qué no dirán de mí? Y más ahora que han venido ésas, y que todos
andan con la boca abierta de lo buenas y sazonadas que son!
—No, nosotros no hemos dicho nada de
usted, misia Piña –explicaban los Mangos–. Nosotros somos frutas que venimos de
gran árbol, y no nos ocupamos de frutas que viven pegadas al suelo.
—¡De gran árbol! –rió la Piña con
sarcasmo–. Pero no estamos hablando de eso, sino de gusto y sabor. ¿Y quién más
dulce que yo, cuando quiero serlo? Y no olviden ustedes ¡pegajosos! –añadió
levantando la voz– que están tratando con una dama de mucho copete; ¿o es que
no lo saben?
El Mango soltó la risa.
—Porque lleva un moño de hojas duras
en la cabeza –dijo–, ya se cree dama de gran copete.
—Yo tengo algo que es más, mucho más
que copete –se oyó–. ¡Tengo corona!
Todos se volvieron, mirando a la
Granada, que llevaba una corona, una verdadera y auténtica corona real, esto
era innegable.
—¡Sí! –repitió orgullosamente la Granada–.
Llevo una corona de seis picos; por consiguiente, soy la reina de las frutas…
—¿Tú? –gruñó en seguida el Membrillo,
como de costumbre tieso y reseco–. ¡Tú, que apenas estás madura y no encuentras
quien te lleve, te entreabres ya sola y empiezas a pelarle los dientes a todo
el que pasa, a ver si te cogen! ¡Dientona!
La Granada enrojeció mucho al oír
tales palabrotas.
La señora Patilla venía acercándose
hacía rato, arrastrándose como un morrocoy. Ahora llegaba, e intervino para
decir, aunque algo tardíamente:
—Las frutas pegadas al suelo, como han
dicho antes esos caballeritos Mangos, y yo en particular, que por mi tamaño y
otras cosas puedo considerarme también reina de las frutas…
—¡Ay, Patilla! –susurró la Piña.
—¡La Patilla se cree reina! ¡La
Patilla se cree reina! –rieron dentro de un canasto unas niñitas muy traviesas,
y que tenían fama de loquillas, las Guayabas.
Ni siquiera reparó en ellas la bonachona
y plácida Patilla; pero la Tuna, erizada de pelillos y aguijoncitos, parecía
pronta a defenderse y zaherir, a pesar de que nadie estaba metiéndose con ella.
La frutería estaba ya cerrada hacía
rato, y todavía hablaban las frutas (como si exhalaran su aroma, cada una el
suyo). La Manzanita no durmió en toda la noche. Hasta la madrugada no pudo
cerrar los ojos. De modo que, al amanecer del día siguiente, cuando volvieron a
abrir la frutería, dormía aún, y soñaba… Estaba muerta. La Manzanita criolla se
había muerto de pena y de vergüenza de verse tan chiquita, tan verdecita, tan
fruncidita, tan acidita y tan durita. ¡Pobre Manzanita! Y a pesar de todo,
tenía buen corazón, sí, tenía su corazón jugoso, tierno, perfumado, ella
también, y la prueba es que para hacer dulce era muy buena.
Esto era lo que ahora decían todos
alrededor de ella, y la lloraban y la compadecían, la llevaban sobre sus
hombros y le ponían flores encima.
La llevaban a enterrar. Pero la que
más lloraba en el entierro de Manzanita, la que más triste iba, era la misma
Manzanita, que se tenía mucha compasión y se daba una gran lástima. El cortejo
pasaba por la falda del cerro, y estaban presentes las frutas más importantes y
representativas, todas las grandes frutas. Sólo la señora Patilla, entre éstas,
no había podido llegar hasta allí; varias veces lo intentó, pero se vino
rodando hasta el pie de la cuesta una y otra vez; allí se quedó al fin,
inmóvil, sudorosa, echando la colorada lengua hacia afuera. El lento cortejo
subía por la ladera; los pájaros piaban tristemente, siguiéndolo de rama en
rama; murmuraban las hojas, alguna se desprendía y venía a posarse en tierra.
La neblina cubría la faz del sol.
Cuando la echaron al hoyo, cerca de un
arroyuelo, hubo un formidable estremecimiento. “Seguramente disparan el cañón
por mí, o se hunde el cerro” –pensó Manzanita envanecida. Llevó luego la
palabra el joven Durazno, amigo de infancia y compañero de juegos de Manzanita,
y todos comenzaron en seguida a echarle tierra encima… Manzanita se enderezaba,
pataleaba, se empinaba en la punta de los pies; se sacudía la tierra como una
gallinita en un basurero. Pero la tierra seguía cayendo a paletadas, y al fin
Manzanita quedó tapada.
Cuando ya estaba enterrada, y todos se
habían ido cuesta abajo, hacia la frutería otra vez, llegó por entre la tierra
oscura y recién removida un gusano, y le dijo al oído a Manzanita:
—¿De qué te moriste, Manzanita, tú tan
dura?
—De dolor, señor Gusano, viendo llegar
a esas ricas Manzanas del Norte, y que nadie más sentía gusto por mí –contestó
ella–. Ni a los niños, ni a los pajaritos, ni a nadie le gustaba ya, ¿para qué
iba a seguir viviendo?
—Mira, Manzanita –le dijo otra vez al
oído el gusano–, te voy a dar un consejo. Mejor es que no te mueras todavía.
Oye lo que te voy a decir: esas lindas manzanas fácilmente perecen aquí, yo lo
sé, y te lo digo porque soy tu viejo amigo y porque somos los dos de aquí del
cerro.
La Manzanita vio una lumbre de
esperanza en aquello que le decía el gusano.
—¿Y crees tú que se van a morir de
verdad esas bichas? –preguntó con los ojos brillantes.
—De seguro que sí, Manzanita. Es el
calor lo que las daña –explicó el gusano, con aire entendido y científico.
Entonces Manzanita comenzó a escarbar
con fuerza la tierra que le habían echado encima, se salió afuera y se vino
rodando cerro abajo hasta la frutería otra vez.
Acababan de alzar ruidosamente la reja
de hierro que servía de puerta a la frutería (fue éste el estampido que oyó en
sueños Manzanita), y todas las frutas lanzaron exclamaciones y gritos de
sorpresa al ver entrar tan fresca y ágil a Manzanita.
—Pero, ¿cómo es eso, Manzanita? –le
preguntaban todas a la vez–. ¿No te dejamos esta mañana muerta y enterrada?
—¡Ah, sí! ¡Dispensen! –dijo Manzanita,
olorosa todavía a tierra–. Pero es que he venido a ver una cosa, una sola cosa
no más, y después me voy otra vez; si no es nada, me vuelvo a ir a enterrarme
yo misma. Ustedes no tienen que volver a llevarme, ni acompañarme, ni volver a
subir el cerro, ni echarme otra vez la tierra encima. ¡Muchas gracias! Yo misma
me la echo… ¡Un momento!
Y Manzanita se hizo aún más pequeña de
lo que era en realidad, al ver que ya el frutero abría las cajas. Estaba más
fruncida que nunca, de miedo y esperanza a la vez, viendo aparecer los rollos
de paja y de papel de seda en que venían envueltas las norteñas… Y empezaron a
salir manzanas manchadas, o con puntos hundidos y abollados, o ya próximas a
descomponerse… Y el frutero estaba consternado; se ponía las manos en la cabeza
y hablaba para sí mismo, jurando y maldiciendo; y Manzanita iba al mismo tiempo
recobrando ánimos. Al fin ya no pudo contenerse más, y corrió por toda la
frutería llevando la noticia. Tropezó con la Lechosa, se montó en la Patilla,
dispersó a los Mamones, empujó al Tomate, se hincó en la Piña, resbaló entre
los Mangos, le dio un golpe al Mamey y un apretón a la mano de los Plátanos;
diciendo entusiasmada:
—¡Están dañadas! ¡En un solo día de
gran calor se dañan todas!
Y Manzanita reía; reía y bailaba en un
solo pie.
Entretanto, el afligido frutero iba
echando en una cesta sus manzanas inservibles, e iba metiendo en la nevera las
que todavía estaban sanas, no fueran a perderse también, con el gran calor que
hacía. Subida sobre el montón de Cocos, Manzanita se puso a mirar a través del
cristal de la nevera; tenía los ojos todavía hinchados y enrojecidos por el
llanto.
Miraba a las rosadas y opulentas
Manzanas instaladas ahora dentro del frío esplendor de la nevera –entre Uvas y
Peras–, como reinas y princesas en el interior de su palacio.
—¡Aquí no pueden estar sino en nevera,
y seguro que en su tierra no son nadie! –les dijo, mirándolas de soslayo.
Pero ya Manzanita estaba consolada, y
en el fondo de su corazón, ya les estaba perdonando su belleza y su atractivo.
Su ira se aplacó inesperadamente… y, en lo secreto y profundo de sí misma, un
súbito vuelco se produjo…
—Después de todo –dijo al cabo de un
momento, bajándose del montón de Cocos y echando otra mirada a la cesta de las
manzanas desechadas–, son frutas como yo, hijas de la tierra y el sol, buscadas
por los niños y los pájaros… ¡Perecederas frutas, como yo!
La naricilla estaba todavía lustrosa;
la voz, ronca y quebrada por los sollozos. Pero lanzó un largo y hondo suspiro
de pena apaciguada… Y como por encanto desaparecieron las huellas de la
amargura y el rencor; y se hizo presente aquella pizca de dulzura y de frutal
delicia que la Naturaleza misma también puso en la sensible pulpa de que hizo a
Manzanita, el día en que la hizo… Y la alegría, la maravillosa alegría de
Manzanita, estalló, de pronto, incontenible y desbordante, al sentirse,
nuevamente, entrelazada, y en paz, como entre hermanas, con todas las demás
frutas del trópico y del mundo…
Y la maravillosa alegría cundió por
todos lados; se comunicó a todas las frutas; sus fantásticos colores refulgían,
bajo el rayo del sol que las tocaba; se juntaban o se separaban sus formas, con
capricho; confundíanse sus aromas en la tibieza del aire tropical.
Materialmente fulguraban las Naranjas, como soles echados en montón; bailaban
los Cambures, jubilantes; el Aguacate daba traspiés, su cuello largo y
retorcido impedíale moverse acompasadamente; la Patilla sonaba a hueco, y se
deslenguaba; Nísperos y Chirimoyas y Frutas de Pan saltaban fuera de las cestas
y los sacos; los mismísimos señores Cocos Secos se echaron a rodar por aquí y
por allá, con sordo ruido, exhibiendo al sol sus largos y duros pelos; y los
Mamones, así como las Guayabas y las pequeñas Ciruelas fragantes y coloradas
–¡cuándo no!–, aprovecharon también la confusión para ponerse a corretear por
el suelo, como ratones, persiguiéndose y jugando, deslizándose entre las Piñas,
escondiéndose entre las Lechosas, las Parchas o las Guanábanas. El frutero se
afanaba, recogiendo aquí, atajando allá, sin saber qué pensar ni qué hacer ante
aquel desbarajuste inusitado… A través del cristal de la nevera, Manzanita se
sonreía con las norteñas. El rechoncho Mamey le dio un beso en la frente. El
maduro Tomate le echó el brazo. ¡Y hasta las avispas y abejas que merodeaban
por allí en busca de dulzores, bailaron frenéticamente unas con otras!